Todos los inviernos cuidaba a mi abuelita cuando mi tata no estaba. Era una señora ya muy grande que siempre llevaba bastón y tenía un perpetuo olor a galletas de nata.
—¡Erik!
—me llamó desde la cocina—. No se te olvide que me vas a acompañar a hacer las
compras navideñas.
Apenas
si la oí, pues la radio estaba muy alta. Hablaban sobre una noticia de una
lluvia de estrellas ese día.
—Sí,
nana. ¿Me vas a comprar un juguete?
—No,
hijo. Ese te lo va a traer Ded Moroz. Fuiste bueno, ¿verdad?
—Siempre
—le dije desde la puerta del recibidor ya listo para salir a la ligera nevada.
Salimos
a las tiendas del vecindario a comprar de todo, desde cosas de la cena familiar
hasta algunos regalos que faltaban para mi familia. Todos en el camino
saludaban a mi abue. Según me contó mi abuelito, ella había sido una
heroína que hacía todo tipo de proezas en el pueblo, fuerte como un abedul y
veloz como un lince. Sin embargo, de esa mujer que me decía, solo quedaba un
ancianita amable y delicada.
Estábamos
por entrar a la carnicería cuando me dijo en voz baja:
—Voy
al final de la calle a comprar unos regalos. ¿Puedes pasar a la tienda a
comprar lo que nos falta?
—Claro,
abuelita.
Sabía
que me encargó eso porque no quería que viera qué me iba a comprar o a mi
abuelito. Apenas entré, noté que el carnicero y uno de los clientes miraron a
mi abue. Me formé en la fila que ya había ahí.
—Mira
nada más, la pobre Irina apenas si puede caminar —le mencionó el locatario a su
cliente.
—Pobrecilla,
con este frío y sale a los mandados. Mejor debería enviar a alguien.
—No
sé, uno de viejo se quiere sentir útil. Además, ella de joven era bastante ruda,
decía mi padre.
El
carnicero empezó a empacar los montones de cortes del otro señor en varias
bolsas. Después de unos instantes, este habló con crueldad:
—¿Cuánto
crees que le quede al pobre vejestorio?
Iba
a contestarles algo impropio cuando una alarma sonó en la ciudad y el sonido de
varios vidrios rompiéndose inundaron el lugar.
—¿Qué
fue eso? —se alarmó el vendedor.
Vi por
la ventana que daba al sol que caían unas piedras incendiadas sobre la ciudad.
Ninguna era muy grande, pero estaban causando destrozos. Salí a la calle y
observé que las personas intentaban ocultarse de los meteoritos que llovían.
Las alarmas de los carros empezaron a sonar, pues esas rocas rompían la barrera
del sonido. Corrí como pude entre tanto desastre para buscar a mi abuelita.
Uno de
los aerolitos en particular pasó muy cerca de un edificio a mi derecha y todas
las ventanas reventaron. El estallido me dejó aturdido mientras veía que
algunos valientes salían a ayudar a las personas que no pudieron encontrar
refugio. La escena parecía un bombardeo de película. Cuando divisé el final de
la calle, donde dijo mi nana que iba a ir, vi al viejo Yegor, nuestro vecino.
Estaba demasiado confundido para reaccionar. Me dirigí hacia él a toda carrera
para ponerlo a salvo.
Estaba a
escasos cincuenta pasos cuando una roca de al menos dos metros pasó sobre mi
cabeza, me derribó al piso por la onda expansiva y cuando levanté la vista
observé que el pobre anciano estaba en la trayectoria de ese meteoro. Se quedó
inmóvil a mitad de la calle expectante a su inminente fin.
Fue
cuando la vi casi en cámara lenta. Mi abuela caminaba sin ayuda del bastón en
dirección del anciano. Se plantó frente a la roca y levantó su bastón para
interceptarlo. Yo iba a gritar presa del pánico.
Y por un
instante vi a mi abuela como había sido de joven, pelirroja, orgullosa y muy
fuerte. Detuvo el meteoro como si nada, este se empezó a fracturar frente a
ella y cayó hecho polvo y añicos. No hubo onda expansiva ni nada por el estilo.
Cuando la nube se disipó, ahí estaba mi nana, forcejeando para levantar al
viejo Yegor. Tenía el aspecto de la anciana afable de siempre.
Les dejo el final en la antología. ¡Buenas noches y felices fiestas!
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