El
cuadro enfrente de mí era una farsa. Entre más lo veía, más mal me sentía
conmigo mismo. El trato fue simple: un millonario le pagó a un artista de
renombre por un cuadro cualquiera, lo sobornaron con favores para pintar ese
adefesio. Después, una firma contrata a un tasador de arte que le da un valor
exorbitante para que el mismo ricachón lo compre. Y, por último, ese trabajo se
done a un museo o una galería de arte y así evitar pagar impuestos. El valor de
esta obra, dos millones de dólares americanos. Caray, era demasiado.
Veía cómo la gente esnob y un montón
de pretenciosos desfilaban por enfrente del cuadro. Escuchaba una sarta de
tonterías de todos ellos:
—Es obvio que el artista quería reflejar su
depresión aquí —dijo una señora de las lomas.
—Me intriga el claroscuro de emociones plasmadas
en este cuadro —mencionó un pobre anciano que se abanicaba con un fajo de
billetes.
—Increíble todo lo que se despliega en la obra—decía
un profesor de arte de alguna secundaria privada frente a sus alumnos.
Traté de aguantarme la risa varias veces. Lo
único que reflejaba el cuadro, era la avaricia del pintor.
Casi escupo mi copa de vino cuando vi llegar a
Catalina Escobar, la mejor crítica de arte de la ciudad. Iba junto a su esposo,
un periodista célebre de un diario internacional. Él solo le tomó una foto, le
cuchicheó algo a ella y se fue a admirar el resto de la galería. Me le acerqué para
ver qué opinaba, pues su rostro de jugadora de póker no me decía nada.
—¿Qué opina usted? —inquirí después de saludar
con una cabezada.
Me contestó el saludo de igual forma. Llevaba una
boina con los colores de su equipo favorito, blusa blanca que denotaba un
brasier negro, unos jeans rasgados y entallados y terminaba su conjunto con
unos tenis de tipo senderismo. A pesar de su aspecto, todo mundo estaba al
pendiente de lo que decía. Ella misma era artista hiperrealista.
Sorbió un poco de su zumo de fruta antes de
contestar:
—Pinche pedazo de mierda
tenemos aquí.
—Perdón, ¿cómo dijo?
—No sé si el autor pintó con el pincel en el culo
o quien se acostó con él lo dejó sin una nota a la mañana siguiente. Esta obra
es una pifia, por ser educada. —Se inclinó para ver el valor del cuadro—. ¿Dos
millones vale esta porquería? ¿Quién habrá sido el imbécil que valuó esto? Un
sobornado, de seguro.
Bebió con asco el resto de su zumo y dejó el vaso
a un miembro del personal del museo.
Si quieren conocer el final de esta obra, estén al pendiente de la antología que haré junto a mi amiga Janim.
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