En toda mi vida nunca fui una buena persona. Solo mi nieto Jared me toma por alguien amable. Fui un pésimo padre, amigo, marido y colega. Me...

Con esperanzas

En toda mi vida nunca fui una buena persona. Solo mi nieto Jared me toma por alguien amable. Fui un pésimo padre, amigo, marido y colega. Me di cuenta de esto cuando empecé a enfermar y nadie vino a verme. Ahora, solo y como piltrafa en una cama de hospital es cuando me doy cuenta la mierda de ser humano que soy.

Pero como dije, mi nieto no piensa lo mismo. El más pequeño de toda mi estirpe, con quien tuve conexión desde que nació, él siempre me ha dado ánimos de vivir. Sin embargo, el pendejo de mí nunca ha cuidado su salud. Mi pequeñín quiere verme en Navidad y que le entregue un regalo, pero sé que no podré hacerlo, pues ni siquiera sé si sobreviva esta noche.

Llevo dos días que veo al emisario de la muerte rondar por el hospital en el que estoy. Una chica de cabello ondulado que carga un maligno perro negro. Es más, si no fuera por el medicamento, aseguraría que está en la esquina de mi cuarto en este mismo momento.

No recuerdo cómo rezar o santiguarme y veo cómo se aproxima a mí. Trae cargado a su hueste del averno mientras me mira con dureza. ¡Ay, carajo! ¿Por qué tiene que ser tan tenebroso este asunto?

                —No sé qué pensar de ti —me dice la voz de una muchacha. Suena bastante humana.

                —Has venido para llevarme, ¿no es así?

                Suspira antes de contestar.

                —Ricardo, siempre estuviste en la lista de los malos. Eres de los peores seres humanos sin ser un criminal. O al menos eso fue hasta hace seis años. Dime, ¿qué pedo contigo?

“¿Qué pedo?”, resonó en mi cabeza. ¿Qué rayos era esta cosa?

                —¿Qué clase de…?

                —Deshonesto, grosero, tacaño, insensible, infiel. Podrías ser fácilmente un candidato presidencial, pero ahora… Ruegas en una carta por un día más de vida. No tiene sentido para mí.

Busqué con la mirada mi carta que le escribí a Santa como una medida desesperada. Ya no estaba en la mesita de noche. Volteé a ver al ente de ultratumba y la tenue luz iluminó su rostro. Era una chica morena de cabello ondulado que sostenía un chihuahua en su brazo izquierdo. Iba vestida con una gabardina negra, pero un gorro verde como de elfina. El perro sostenía mi carta con su hocico.

                —¿Quién eres tú? —pregunté con esfuerzo, pues solo hablaba mucho cuando venía mi nieto.

                —Estoy aquí por tu carta —dijo y esta voló a su mano libre—. Querido Santa —empezó a leer—, ya no sé a quién escribir y nunca he sido un hombre de fe, pero quiero pedirte una sola cosa esta Navidad: Dame un solo día con suficiente voluntad y huevos para salir por un regalo. Quiero comprar unos “Nintendos” para mi nieto y jugar, aunque sea media hora con él. Es lo que quiere el chamaco para Navidad. Si eres real, ¿me lo concederías? —finalizó y estrujó un poco la carta.

                —Ah, ya entendí. Eres su heraldo. Claro, por eso el gorro tan navideño —dije y señalé a su cabeza.

                —Traicionaste a tus familiares, amigos, colegas e incluso a la mujer que juraste amar para siempre. Me das asco —dijo con una voz cargada de odio—. ¿Por qué te sientes con derecho de usar la lástima para pedirle un deseo a Santa? Son muy pocos los adultos que tienen el privilegio de comunicarse con él—entrecerró los ojos y sentí el desdén cruzarme hasta la rabadilla.

Tosí víctima de mi enfermedad y empecé a sacudirme como un perro moribundo. La chica sacó una esfera navideña y el fulgor calmó mis síntomas. Pude hablar.

                —No pido esto para mí —dije con dolor en mi pecho—. Quiero ver a mi nieto sonreír una última vez antes de que me vaya. Ya sabes, estoy muy…

                —He combatido cosas más ruines que tú toda mi vida —me señaló con un dedo furiosa—. Y lo digo porque lo que has destruido lo has hecho con premeditación, con el fin de joder y ya. Si estuviéramos en una situación de riesgo y tuviera que elegir a quién salvar, tú estarías al final de mi lista de prioridades.

Eso me dolió tanto como las inyecciones que me ponían cada tanto. Las lágrimas inundaron mis ojos.

                —Esto lo pido como un favor, de verdad. Sé que mi hijo y su esposa me odian, pero el pequeño, no. Solo quiero un día más de vida. Eso es todo. Yo…

La chica azotó mi carta al piso, me miró con lástima y luego con furia. Escuché un ruido en el pasillo y después las luces se encendieron. Abrió la puerta mi enfermera y tardó en encender las luces. La chica se movió al pie de la cama mientras sostenía a su perro. Me cambiaron el suero sin decir una palabra. Las dos chicas se ignoraron. O tal vez el heraldo de Santa era invisible.

                —¿Por qué ahora quieres cambiar? —preguntó una vez mi cuidadora salió de la habitación ya a oscuras.

                —Mi nieto no tiene la culpa de las tonterías mías y de mi hijo…

                —Solo tuyas —me interrumpió.

                —¿Qué acaso el gordo no me puede conceder solo eso? —grité ya encabronado— ¿Qué le puede costar un simple deseo?

                La chica alzó una mano sobre mi cabeza y la bajó con furia. Después, todo se volvió oscuridad.

Sentía dolor en el pecho y algo pesado sobre mi estómago. Aún estaba en penumbras y podía oír ruido afuera de mi habitación. El dolor general había cesado muy poco, pero creo que al menos estaba vivo, solo que no podía despertar. La boca me sabía a pestes y me dolía la garganta como si hubiera gritado. Una palmada en el brazo me despertó por completo.

—¿Abuelo? ¿Abuelito, estás bien? —era la voz de mi nieto.

                Abrí los ojos y mi hijo me miraba con asombro, no con el desagrado de siempre. Su corte militar y su cara bien afeitada destacaban en su ropa siempre limpia y arreglada.

                »Oye, ¿eso es para mí? —y me señaló la panza.

                Había una caja rectangular en mi barriga que subía y bajaba con mi respiración. ¿Acaso la señorita habría…?

                —Lo voy a abrir —gritó mi nieto lleno de emoción y abrió la caja dejando a la vista una de esas consolas, pero de color rojo.

                Mi hijo se acercó a mí y me murmuró:

                —¿Acaso saliste? Eso no lo cubre el seguro, ¿sabías? —me miró de reojo con una sonrisa falsa—. ¿O acaso sobornaste a alguien como es tu costumbre?

                No supe qué contestar. Mi nieto terminó de abrir su consola y la fue a conectar a la televisión del cuarto.

                —¿Quieres jugar? —me ofreció un control diminuto de color rojo.

                —Ay, mijo. La verdad, es que solo verte jugar me daría mucho gusto —dije y se me quebró la voz.

 

 

Nuestra jovial heroína surcaba ya los cielos en su trineo personal cuando su reno le interrumpió los pensamientos (de nuevo soy yo, el narrador).

                —¿Por qué le concediste su deseo? —preguntó finalmente Anselmo.

                La chica no despegó su mirada de la ruta cuando habló.

                —Todos los niños merecen, aunque sea un pequeño detalle en Navidad —contestó Vanessa—. Él no tuvo la culpa de todas las faltas de ese horrible señor. Además, no quisiera que ese pequeñín tuviera en sus recuerdos la amarga muerte de su abuelo. Ya sufrimos mucho cuando somos niños. Si puedes hacer la diferencia.

La chica apretó las riendas del trineo mientras una lagrima le corrió por el rostro y aceleraba para perderse en el horizonte.



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