Este es un fragmento de la Leyenda de Jack-O-Lantern que quise adaptar. No es completamente fiel a la versión que leí, pero me gustó cómo e...

El tacaño y deslumbrante Jack (Fragmento).

 Este es un fragmento de la Leyenda de Jack-O-Lantern que quise adaptar. No es completamente fiel a la versión que leí, pero me gustó cómo está quedando este borrador. Este estará incluido en el libro "Más Leyendas de Primera Mano". Les dejo el primer libro aquí, espero lo disfruten.

Me dicen tacaño, mugroso, bebedor, bribón. Incluso me han dicho ladrón y estafador. ¿Saben qué? Todo eso es parte verdad. Ja, ja, ja. Dicen que yo podría engañar al mismísimo diablo.

De hecho, en una ocasión, ¿sería prudente contarles? Sí, ¿qué mas da? Aquí voy.

Yo ya sabía que el maligno vendría por mi alma, lo veía acecharme a veces en la sombra, respirándome a veces en la nuca o bien, haciendo apariciones en forma de sombra para espantarme; todos inútiles.

Precisamente un día se apareció como un hombre adinerado en una sucia taberna que yo frecuentaba. Ya saben, de esos lugares en los que está más sucia la barra que el piso. Entonces, este tipo horrendo con olor a azufre vino, me susurró que mi hora estaba cerca y que había precisamente él a buscarme.

Vaya, qué honor que el cornudo se apareciera solo por mí. ¿Le aplaudo? Qué presumido. Estaba por pagar la cuenta cuando se me ocurrió un plan.

                —Si tanta prisa tienes —le dije—, ayúdame. Te puedes convertir en lo que quieras, conviértete en una moneda de plata, pago los tragos, te cambias de nuevo y entonces ya hablamos de mi destino. ¿Te parece? —pregunte fingiendo inocencia y embriaguez.

El muy zopenco se transformó en la moneda y antes de que se diera cuenta lo metí en mi bolsillo donde también guardaba una cruz plateada. Este tarugo no podía volver a cambiar y lo escuchaba quejarse y gruñir. Cuando salí de la taberna, con el tipo de la barra viéndome de forma extraña, le susurré al cornudo:

                —Te tengo un trato —murmuré confiado—, si me dejas en paz por una década, te dejaré libre. O bien —dije muy pedante—, vivirás en mis pantalones mucho tiempo y déjame decirte —advertí— que no me baño muy seguido.

No obtuve respuesta de mi bolsillo, pero lo notaba más cálido de lo normal.

                —¡Gruñe si estás de acuerdo! —le grité— Maldita sea, contigo.

Escuché un gruñido y acto seguido retiré el crucifijo y aventé la moneda al suelo. El maligno se transformó nuevamente en el tipo adinerado que había entrado al bar, solo que ahora tenía cuervos. Me miraba con una expresión tétrica, con profundo odio y sin decir una palabra. Estalló en llamas y un potente olor a azufre recorrió el lugar.

Al día siguiente se lo conté al único amigo que tenía, Tim. Él era buena persona, siempre trataba de guiarme por el buen camino y esas sandeces que predican los santurrones. Me sorprendió el hecho de que él no se sorprendiera.

                —Por favor, Jack —me suplicó—, no te metas con fuerzas que no puedas controlar.

                —Debiste darle ese consejo a él —contesté burlón—. Si vieras la cara de pocos amigos que tenía al final —solté una carcajada.

Pasaron los años, Tim trataba esporádicamente de persuadirme de redimirme y alcanzar el perdón celestial. Yo insistía en que no hacía falta, con mi astucia me bastaba.

Pasaron los diez años que me dio de tregua el diablo. Ese día fui al pueblo con el carpintero que me debía un favor, pasé a una licorería a comprar una buena botella y finalmente pasé con mi amigo Tim. Me dijo que no quería despedirse de mí, que todavía había tiempo de “descondenar” mi alma.

—No digas sandeces, Tim —repliqué confiado—. Esto no es una despedida.

Caminé hasta un claro que tenía varios árboles frutales y me dispuse a tratar de subir uno para alcanzar una manzana. Me caí de nalgas y escuché su socarrona risa detrás de mí. Lo vi aparecerse por el horizonte, caminando como una cabra saltarina. Yo ya estaba muy viejo y cansado. Se me acercó a mí e inclinó su cabeza cornuda y maloliente.

                —Tenemos un trato, ¿recuerdas, anciano? —preguntó burlón.

                —Sí, sí —le contesté cansinamente—. Antes que nada, quisiera una última manzana antes de que me lleves, ¿se puede?

Él me dedicó una mirada cargada de burla.

                —¿El pobre anciano no preferirá una sidra? —preguntó socarrón.

                —Bah, vamos, concédeme ese favor —le dije—. ¿O qué, el diablo también es un anciano? —me burlé también.

El tipo me miró altanero y se dispuso a subir al árbol cual cabra montesa. Aproveché la distracción para tallar varias cruces en el tallo del árbol. Además, coloqué el puñado de cruces que le había encargado al carpintero. Todo sobre mi vejez lo había actuado.

Cuando el cornudo se dispuso a bajar, no pudo, pues todo eso era camposanto.

                —¿Qué hiciste, rufián? —inquirió cabreado.

                —¿Rufián yo? —me burlé—. Sí, claro. Te ofrezco otro trato —dije cortante—, si tú prometes nunca más volver para reclamarme, te liberaré. ¿Tenemos un trato? —pregunté confiado estirando la mano.

Me miró lívido de furia y con una expresión sombría ¿Han visto esa mirada de alguien que ha sido embaucado y perdido todo? Puede que no, porque ustedes son buenas personas, pues más o menos esa fue su mirada. Un aura maligna se apoderó del lugar. Lo vi asentir con la cabeza levemente.

Retiré todas las cruces del lugar y taché lo mejor que pude la que tallé en el árbol. Vi cómo bajaba despacio del árbol y antes de estrechar mi mano me sonrió.

                —Yo ya no volveré por tu alma —habló rotundo—, pero tú tampoco me dirigirás la palabra nunca más.

¿Qué podía perder? Nunca más hablar con él y estar a salvo. ¡Qué buen trato!

                —Hecho —contesté.

Antes de desaparecer, hubo un brillo en sus ojos y una expresión de victoria. ¿De verdad estaba tan feliz de ya no volver a verme? Un estallido de humo y un olor a huevo podrido inundó el lugar. Inmediatamente me fui a casa de Tim a contarle todo y a festejar con él.

                —Ya basta de esto —me dijo enojado—. ¡No puedo creer que hayas hecho eso!

                —Ya acabé con esto, tranquilo —respondí confiado.

Como él no cambió su expresión de reprimenda, me largué de su casa. No me gustan los aguafiestas. Me la pasé lleno de excesos a partir de ahí, al menos lo que me permitía mi bolsillo. Vicios por montón, ¡maldita sea! Seguí así por varios años, hasta que llegó el fatídico día.

Me puse la borrachera de mi vida. Tanto alcohol que me tuvieron que sacar cargando hasta la puerta de mi casa. Me arrastré como pude y me deslicé a mi cama. Recordaba el ritual, bajar una pierna, acostarse de lado, tener un poco de agua al alcance. Soy experto en ponerme borracheras.

Cuando desperté, no tenía resaca, no me dolía nada y lo más raro: Estaba viéndome a mí mismo. ¿Cómo podía ser? Sentí que me llamaban hacia arriba, a los cielos. Claro, había muerto, qué gracioso. ¿Que no me había hecho inmortal? ¿O cómo había sido el trato?

No me dio tiempo a pensar cuando ya estaba en la puerta celestial. Estaba dispuesto a tocar la aldaba, pero me lo impidieron. Me sentí pesado y me fueron arrastrando cuando escuchaba una voz.

                —¡No puedes entrar aquí! —decía imperativo— Toda tu vida has sido ruin, tacaño y abusivo. Solo te espera el sufrimiento eterno.

                —¡Esperen, por favor! —grité intentando explicar.

¡Claro que no! No podía ir allá abajo… Más tarde en pensarlo que en caer a la infinita oscuridad. No sé cuánto duró la caída, pero la sentí eterna. Cuando por fin caí, todo estaba a oscuras, no veía nada en absoluto. Un incierto terror empezó a invadir mi cuerpo, hasta que escuché su voz. Aunque lo olí antes de escucharlo.

                —Vaya, ¿pero a quién tenemos aquí? —dijo burlón el cuernudo. Era lo único realmente visible en ese lugar—. Si es nada más y nada menos que el famoso Jack, el vil y tacaño, Jack. Es un honor —dijo haciendo una reverencia burlona—. ¿Qué te trae a mis aposentos, condenado rufián?

Pensé en muchas cosas para replicarle, pero mi voz no salía. Me tenté mi espectral garganta, pero no me dolía, simplemente la voz no me salía.

                —¿Qué pasa, Jack? ¿El gato te comió la lengua? —seguía burlándose— ¿O será que una manzana podrida te lastimó la lengua? —me dijo con una mirada significativa.

Fue cuando recordé nuestro último encuentro.

                —¿Ya recordaste? Así es, estúpido —y el recuerdo se redibujó en mi mente—, ¡tú juraste que nunca más me dirigirías la palabra! Porque no soporto tu asquerosa voz, infeliz —dijo furibundo.

Me sentía acorralado, humillado.

                —¿Creíste que me ibas a engañar a mí? —preguntó confiado— Soy el rey de los engaños, mequetrefe.

 

               —¿Qué quieres, Jack? Tú alma es solo tuya, no me pertenece. Sin embargo —dijo golpeando su barbilla con el dedo—, no puedes estar aquí. ¿Qué te parece si te vas largando de aquí? —exclamó furioso—. Ah cierto, no podrás ver —empezó a mofarse de nuevo—, ¿qué te parece si te regalo unas brasas? —dijo al tiempo que colocaba carbón en mis manos y me ardieron como ninguna otra cosa en mi vida. El grito no salió de mí.

Me hinqué presa del dolor, ¿cómo podía sufrir si ya no tenía cuerpo?

Sentí cómo clavó sus garras en mi ser y me arrastró por bastante tiempo hasta que me dejó en un lugar con poca luz.

                —A mí no se me puede engañar, te lo dije —remarcó sus palabras—. Cuando crees que me has embaucado, ¡EL EMBAUCADO ERES TÚ! —gritó.

Me aventó a un frío terrenal. Lo sentí un poco reconfortante. Reconocí el lugar apenas toqué el suelo. Habíamos salido de una cueva.

                —No puedo torturar tu alma. Rechazado del cielo y expulsado del infierno. ¡Tu maldición será vagar en la tierra como el alma desdichada que siempre has sido! —dijo triunfante.

Y ahí me quedé, en medio de un bosque, con un carbón en las manos que ya no me dolían y la maldición que el mismo maligno me lanzó. Sabía que estaba por amanecer, pero no podía ver muy lejos. ¿Era cosa de ser fantasma o era mi maldición? Veía muy poco práctico cargar las brasas, de modo que busqué algo para cargarlos. Lo único que encontré, y que podía palpar, fueron unos nabos. Tomé las brasas y las hundí en la planta. ¡Podía ver! Sujeté la fruta por el tallo y me encaminé a quién sabe dónde...


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