Este es un relato que iba a estar en LEYENDAS DE PRIMERA MANO, pero que no me gustó la calidad en general. Les dejo este fragmento y espero me comenten qué les pareció.
Y heme aquí otra vez, en la casa del extraño Profesor Títere, una leyenda de la ciudad. Había sido su practicante cuando estaba en la prepa y fui su estudiante cuando estuve en la Universidad. Era un maestro sumamente raro si me lo preguntan. Hablaba solo, solía caminar sin rumbo por todas partes, siempre revisaba su reloj de bolsillo y tenía un afán por canturrear lo que sea.
Siempre fue
muy amable conmigo, solo me regañó una vez cuando tiré uno de sus títeres.
“¿Pero qué carajos haces?”, me gritó a viva voz, después vio mi cara de susto y
se compuso. “Ten más cuidado, son mis pequeñines frágiles”, y se llevó su
títere consigo. Ah, sus títeres, la
posesión más valiosa del Profesor. Hacía funciones con ellos para los niños en
la Casa de la Cultura y era el profesor de Artes de la Universidad más prestigiosa
de la ciudad.
Era un
actor de voz consagrado cuyo talento era sin igual. Pese a pensar que los
títeres eran solo cosa infantil, él me hizo cambiar de opinión. Su
representación de la obra de La Llorona fue tan impactante que me hizo temblar,
me sumergió totalmente en la vida de esa mujer desdichada y maldita. Por un
momento se me olvidó que eran simples muñecos y mi mente solo veía una historia
intrigante llena de traición y desgracia. Cuando la obra acabó volví a la
realidad y vi cómo salía de abajo del escenario a recibir los aplausos de la
gente, el mío incluido.
Él ya no
estaba entre nosotros y yo me encontraba en su casa ahora abandonada. Había
sido un encargo de antes de morir. Su mejor amigo me lo comunicó. “Quiere que
te encargues de sus cosas. Hay que clasificar todo y quiere que cuides a sus
amiguitos”, eso último me lo dijo con un tono burlón. La casa era como la
recordaba. Tenía un aire clásico, de buen gusto, siempre tenía un olor a
cajonera pese a que se limpiaba a diario y tenía un aire a tranquilidad gracias
a la música instrumental que siempre reproducía en su estéreo. Desde Mozart,
Bach, Vivaldi, hasta Zimmer, Williams y Elfman, la música siempre me alegraba
el alma. Casi podía escucharla ahora. No, esperen… ¡podía escucharla! Alguien
tenía encendido su estéreo. Corrí veloz a su estudio a mitad de la casa y lo
apagué. ¿Por qué habían dejado la música puesta? Noté que habían dejado uno de
sus títeres, el Director de Orquesta, cerca del botón de reproducir. Qué buena
broma, denle un premio al señor comediante que hizo esto. Seguramente había
sido su mejor amigo. Retiré la marioneta y la puse en el estante con sumo
cuidado y salí a inspeccionar el resto de la casa.
Todo estaba
igual, casi. El jardín, la sala, las dos habitaciones, su estudio, el área de
lavado junto al baño, la cocina, el comedor, la bodega y el patio trasero. Sin
embargo, había un aire de ligera tristeza. Eché una ojeada a toda la casa y
dejé al final la inspección de la bodega para sacar las cosas de la limpieza y
sentí un horror al ver a sus títeres ahí arrumbados, sin el menor respeto.
¿Quién rayos había hecho eso? Faltaban algunos, pero reconocí a La Llorona con
su velo delgado, el Vendedor Ambulante, tenía su ropa desgastada y unos colores
opacos; el Caballero Galante, siempre lucía una sonrisa; el diablo, que ya
tenía un cuerno roto; la Dama Enlutada; el Profesor Enfurruñado, que daba un
aire al Profesor en sus años mozos, pero con expresión molesta; entre otros. Debía
buscar a los demás: algunos de los más famosos, otros más que representaban
fantasmas y la Parca. Los puse con cuidado en sus cajas y los saqué de ahí.
Me
encontraba nuevamente en su estudio y acomodé estos personajes en las
estanterías y vitrinas que les correspondían. Por un momento pensé que el
Profesor Enfurruñado me miraba fijamente cuando escuché que llamaban a la
puerta con violencia.
Abrí la
puerta y ahí estaba el rector de la Universidad, con su sonrisa falsa y su
mirada de aburrimiento. Cómo lo odiaba, un ser repugnante que le interesaba más
el dinero de tus bolsillos que el prestigio que le brindaras a la escuela. Saludó
con una cabezada y no esperó la invitación para entrar, abrió la puerta con una
llave y se pasó a la sala. Yo había puesto el seguro a la puerta principal
cuando llegué. Hice bien. Así que él había sido quien dejó los títeres en la
bodega y el estéreo encendido.
—Veo que ya llegaste, muchacho.
Me alegro, —dijo al momento que se quitaba los guantes y me tendía una mano que
ignoré—. ¿Cómo vas? ¿Ya casi acabas? —preguntó con indiferencia.
—Acabo de llegar —contesté
secamente mientras me acerqué al umbral que daba al pasillo.
—¿Cuánto crees que tardes? —inquirió
con leve urgencia—. Necesito llevarme mis cosas a la Universidad. Ya sabes,
material didáctico.
Material
didáctico mis calzones, este tipo quería robarse las pertenencias del profesor.
Me cabreé solo de pensarlo. Traté de controlar mi ira antes de agregar:
—Necesito unos días, tengo otras
ocupaciones. Archivaré todo el material del Profesor para su familia y lo
separaré del de la Universidad para entregarle este último a usted —dije con
una calma forzada—. Le avisaré cuando esté listo.
El tipo
aburrido me miró con superioridad, infló el pecho y agregó:
—Me separas los monigotes, por
favor. Hay que tratarlos con respeto. Ya tengo su lugar en la escuela.
Pude notar
la codicia en ese comentario. ¿Acaso me tomaba por estúpido? Él los quería para
sí mismo, eran auténticas obras de arte. Estaba seguro de que podían venderse a
un alto costo.
—Los títeres, —corregí lo más
educadamente que pude— los tendré en sus cajas listos para que los familiares
del profe decidan qué hacer con ellos, como ya le había mencionado. Faltan
algunos —aclaré—, habrá que buscarlos aquí y en su despacho de la Uni.
Pude ver en
su semblante una fugaz expresión de enojo.
—No te molestes, ya revisé ahí y
no hay nada. —Se rascó la barbilla y sugirió—: ¿No quieres que venga Dieguito a
ayudarte? Es muy eficiente.
Lo que me
faltaba, el insoportable lamebotas del rector y seguramente su secuaz en todo
esto. No, gracias.
—Creo que yo puedo con todo
esto. Me pondré a trabajar ahora mismo y espero poder acabar para el viernes.
No requiero ayuda de Diego, solo me estorbaría.
El
insufrible decano se acercó a mí y me habló con tono condescendiente mientras
ponía una mano en mi hombro:
—Eres muy capaz, pero para esto
se necesitan dos personas. Eras su
favorito, pero a Dieguito siempre lo prefirió para los trabajos de este tipo —me
mintió descaradamente—. Le hablaré para que te eche una mano, ¿va? —terminó su
ofrecimiento con una sonrisa que intentaba ser paternal.
Di un paso
atrás para retirar su mano de mi hombro y repliqué:
—Lo haré yo solo. Fue su última
voluntad. No necesito a “Dieguito” para esto. Él no lo conocía como yo. Aun
así, gracias.
Se puso los
guantes con enojo y me dijo sin mirarme:
—Ten todo listo. Cuando hayas
clasificado todo, me llamas. —Caminó hacia la puerta y se detuvo junto al
estante que estaba al lado de esta para decirme de frente—. No pierdas mucho el
tiempo, entre más pronto mejor, de todas formas, lo estás haciendo gratis —agregó
con ligera mofa.
Iba a
replicar algo ligeramente grosero cuando la vi, una de sus creaciones mejor
hechas estaba, en mi visión, justo encima de su cabeza. Parecía que estuviese
observando al rector como un depredador a su presa. El rector siguió mi mirada,
volteó y estiró la mano para alcanzarla, pero yo fui más rápido. La Parca. No
la había notado hasta ese momento. La sujeté entre mis manos y la alejé de él.
—Está un poco sucia y maltratada
—mentí—. Habrá que limpiarla, después la llevo con las demás.
El rector
se despidió de una cabezada y azotó ligeramente la puerta al salir. Qué tipo
tan nefasto.
—Supongo que no te puedes
encargar de él, ¿verdad? —miré a la figura que tenía en la mano y parecía que
siempre estaba sonriendo.
Estaba
anocheciendo y ya había acabado con las cosas de la sala cuando escuché una
alerta en mi teléfono. “Déjalo ya. Llevaré unas cosas y yo mismo las catalogo.
Cierras, yo traigo llaves.” Era el mejor amigo del Profesor. Le expliqué por
mensaje que había venido el rector y lo que sospeché que tramaba. No hubo
respuesta. Me dispuse a llevar las cajas cuando noté otra figura debajo de la
consola de música: El Bibliotecario. Tenía una expresión cansada como la debía
tener yo. Lo levanté y me dispuse a limpiarla cuando noté que no tenía polvo
alguno. Muy extraño, ¿cómo llegó ahí? Me dirigí al estudio y lo dejé junto a
sus compinches.
—Ojalá no se los quede ese
imbécil —murmuré. Levanté la vista para verlos mejor y un escalofrío me
recorrió la espalda. Parecía que todos me miraban a los ojos. No los había
dejado así, ¿o sí? El diablo y el Profesor Enfurruñado me miraban con su
expresión de desprecio y, aunque un velo le cubriese la cara, sentía que La
Llorona también me observaba. Miré de reojo a La Parca, pero ella tenía la
mirada puesta en una de las paredes, viendo hacia el frente de la casa y no a
mí. Eso me provocó un extraño alivio, di media vuelta y salí con un temor
creciendo en mi interior. Salí por la puerta que da al jardín y justo cuando
iba a cerrar con llave me pareció ver una silueta en el pasillo, abrí
rápidamente para comprobar, pero no había nadie. Azoté la puerta y salí a la
calle. “Solo era mi imaginación”, me lo repetí hasta que llegué a mi casa.
Apenas
había amanecido cuando llegué a la casa del Profesor y noté que la puesta
estaba entreabierta. Ingresé rápidamente pensando que la había dejado así la
noche anterior. “Por favor, que no se hayan robado nada valioso para el Profe”,
pensé. En cuanto pasé la sala, pude vislumbrar a alguien en una de las
habitaciones: su mejor amigo estaba arreglando las camas.
—Llegas muy temprano —empezó a
decir—. Buenos días.
—Buenos días, Profe Omar —me
apresuré a decir.
—Arreglé estos cuartos para que
te puedas quedar y así aventajar a tu tarea. No quiero que ese pelafustán nos
gane y se lleve las cosas de mi amigo. —Explicó con amargura—. También traje
víveres y otras cosas, claro, si quieres quedarte. —Me dedicó una mirada
cargada de súplica.
Sonreí ante
ese gesto tan inusual.
—Sí, no te preocupes. Me
quedaré.
—Excelente —dijo mientras
chocaba las palmas.
Se disponía
a dirigirse a la puerta cuando noté a uno de los muñecos en la mesita de la
noche. El Caballero Galante. Omar siguió mi mirada y añadió:
—Lo traje conmigo para que me
hiciera compañía, era mi favorito —explicó.
Lo tomó en
sus manos y lo llevó al estudio. Yo lo seguí para ver que los demás estuvieran
y los había acomodado de otra forma, pero estaban ahí.
—Podrás notar que faltan algunos
—expresó Omar—, yo me los llevé a la carrera y dejé a los demás en la bodega.
No estaba seguro si vendría él a tomarlos, por eso lo hice —dijo esto y me
lanzó una mirada de complicidad—. Afortunadamente tú ya estás aquí. Gracias.
Tuvimos un
almuerzo exprés y me dediqué a mi labor con él como mi ayudante. A pesar de ser
muy eficiente, había muchas cosas que él desconocía de su propio amigo. Se
sorprendió al ver la compilación de libros de leyendas, la colección de rocas y
un repertorio de películas de Guillermo del Toro.
—Tantos años de conocerlo, de
ayudarlo con sus títeres y no sabía nada de esto. ¿Has visto “Cronos”? —dijo
mostrándome una imagen de la película—. Es buenísima. Tienes que verla un día
de éstos.
Seguimos
así hasta el mediodía, sorprendidos de todo lo que averiguábamos del Profe. Era
entomólogo, físico, matemático, pintor, escritor, poeta, cronista. En fin, todo
un estuche de monerías. Encontramos un diario que llevaba escribiendo por
varios años y cuya página final fue a un día antes de su deceso. Omar me lo
regaló, me dio permiso de leerlo.
Cuando se
retiró, la casa tenía un aura de extraña soledad, de vacío. Lo ignoré, me
acomodé en su estudio y empecé a leer su diario por encima. Mencionaba muy
seguido a su esposa, sus clases, sus vivencias, sus riñas (ahí mencionaba muy
seguido al rector), sus esperanzas, me mencionaba a mí y eso me hizo sentir
halagado. “De mis mejores alumnos, un poco testarudo, pero buen muchacho.” El
diario estaba muy bien redactado, en sus últimas entradas mencionaba que no
podía abordar el mundo de los sueños, que constantemente tenía pesadillas y que
a veces estaban acompañadas de sus títeres. Paré de leer de golpe. Eso me
intranquilizó un tanto, ¿por qué sus títeres aparecían en sus pesadillas? No
tenía sentido, él los amaba. Regresé unas entradas para buscar algo relacionado leyendo a detalle y
di con algo que me heló la sangre.
… Creo que ya van tres
semanas que no duermo y es todo por culpa de ese bribón. Nunca debí aceptar ese
obsequio, no iguala la calidad que yo mantengo, no tiene la misma chispa y
seguramente tampoco fue hecho con amor y dedicación. Fue un regalo hecho con
saña. Me arrepiento un poco de no haberlo rechazado, pero era un obsequio, a
fin de cuentas. He intentado deshacerme de él, pero siempre vuelve. Tal vez
debí romperlo, pero no tenía el corazón de hacerlo, era como hacerle algo a mis
propios hijos. A veces me da escalofríos de solo verlo, esa mirada que
atraviesa el alma no es normal, no es natural…
Mañana iré a hablar con este
mequetrefe y se lo aventaré a su estúpida cara sonriente. Y pensar que decía
ser mi “amigo”, ya no confío en él. Y en mi inocencia y buena voluntad le di
bienvenida a mi casa y le ofrecí un hogar. Grave error. No me cabe la menor
duda que su regalo, que esta marioneta tiene algo siniestro… la mantendré lejos
de las demás para que no absorban su “vibra”. La tengo frente a mí y siento
cómo me observa…
Me levanté
de golpe, tragué saliva y dejé el diario sobre el escritorio. Mi mirada se
dirigió instintivamente a la figura de… ¿la Parca? No, ni siquiera poseía una
“mirada”, tenía los ojos huecos de una calavera. ¿La Llorona? No, descartada.
Ella siempre traía un velo sobre su cara, ¿podía sentir su mirada a través de
su velo? Levanté el velo por mero morbo. Ahí me di cuenta porqué siempre traía
velo, su cara era aterradora, la atención al detalle era impresionante… Sin
embargo, esa mirada que describía en su diario no encajaba con ella… Entonces,
¿El diablo? Demasiado obvio y poético, pero si el profesor intentó deshacerse
de él, eso explicaría su cuerno roto. “El chamuco”, su mirada penetrante, su
cara fea y su expresión nada feliz. Solo que algo no cuadraba en ese
pensamiento. No, es que no podía ser él, era de sus mejores trabajos, se notaba
la calidad del con que fue construido. Mi mirada se desvió nuevamente a la
Parca, algo me inquietaba desde que la tomé de la sala y la traje al estudio.
Un golpe
seco me sacó de mis meditaciones, rompió mis cavilaciones y el silencio de la
casa. Se escuchó en la cocina y me dirigí hacía allá. En una fugaz mirada noté
la expresión de odio del Profesor Enfurruñado. Salí rápidamente y me dirigí al
origen del ruido.
Una torre
de sillas de madera apiladas se había caído. Una pata enmohecida se venció y
eso fue el causante del ruido. Quité la silla con la pata podrida y levanté las
demás. Iba a regresar al estudio cuando una figura regordeta llamó mi atención.
El Cocinero estaba junto a la alacena encima de dónde habían caído las sillas.
Su delantal y su sombrero blancos destacaban sobre su piel morena y su barba
pintada. Otra de las desaparecidas, la iba a llevar junto a las demás cuando recordé
lo que había leído. No, debía ponerla en otro sitio. La coloqué en una de las
cajas que usaba el profe para transportarlos y ahí la dejé.
Volví al
estudio y ya no pude estar tranquilo. Acomodé casi todas las marionetas, acabé
mis labores en cuanto pude y ya no volví a acercarme ahí por el resto del día.
Intenté
dormir en una de las habitaciones que ya habíamos arreglado, pero me costaba
conciliar el sueño. Cuando por fin lo logré, tuve pesadillas. Iba huyendo de
algo, un sujeto con una sonrisa desquiciada me había amenazado de muerte y yo empecé
a huir por un callejón interminable. Para mi horror, vi que algunos de los
personajes de las obras del profe me perseguían: La Llorona, la Parca, el
diablo, incluso el Cocinero iba detrás de mío. Todos me gritaban: “¡Huye!
¡Vamos, huye!”. De reojo podía ver sus rostros desencajados con una expresión
que me horrorizó la sangre, demasiado expresiva para ser humana…
Trataba de
correr, pero mis piernas eran de madera, como si fuese una marioneta y no me
daban abasto. Tropezaba y sentía mi fin, esos seres me iban a alcanzar. Tomé
fuerzas de donde pude y me levanté para seguir corriendo, una mano de madera
tomó la mía y tiraba de mí para seguir corriendo: Era el Profesor Enfurruñado,
tiraba con ahínco de mí, pero su expresión de enojo no cambiaba. Dábamos la
vuelta en un recodo de ese camino y los perdíamos de vista. Cuando se aseguró
que ya no nos seguían me volteó a ver y clavó su mirada llena de ira en mí.
—Te tienes que ir en cuanto
puedas, por favor. —Lo decía en una súplica que no encajaba con la expresión de
su cara. Fue entonces cuando lo vi, era el profesor mismo. Unos años más joven,
pero sin duda era él pese a sus facciones—. ¿Me estás poniendo atención? Quiero que te apresures y…
Y su
solicitud quedó inconclusa pues un sujeto me jalaba de los hombros, un tipo con
ropa vieja me daba la vuelta, tenía unos grandes y brillantes ojos rojos y una
sonrisa malévola. El mismo tipo que me había amenazado antes. Sabía que era mi
fin…
Sentí que
me caía, y abrí los ojos de golpe. Entonces lo vi. Había una persona sentada a
la orilla de mi cama. Estabas ahí encorvada, como si estuviese viéndose las
manos. ¿O me estaba viendo a mí? No podía distinguir por la poca luz. Sin
embargo, había alguien ahí, haciendo presión con su cuerpo sobre la orilla del
colchón.
El momento
que duré paralizado se me hizo eterno. En cuanto puede, mi mano buscó mi
teléfono y encendí la lámpara. Nada. No había nadie en la habitación salvo el
cobarde de mí con una imaginación traicionera. Me incorporé y traté de
serenarme. ¿Fue producto de imaginación o una de esas visiones que tenemos en
el umbral de los sueños y el despertar? Pensé un momento en lo que había visto…
Había algo familiar en esa silueta.
Traté de
despejarme la mente, me levanté de la cama y prendí la luz. Al tratar de buscar
mis lentes vi una figurilla entre la mesita de noche y la pared donde estaba el
interruptor de luz. La levanté. El Detective Modesto. Igual que el
Bibliotecario, a pesar de estar en el piso, no tenía rastro de polvo. Lo dejé
sobre la mesita, ya lo acomodaría en la mañana.
Caminé
hacia la cocina ignorando mis miedos. El temor se acrecentaba en mi interior y
sentí que alguien me seguía. Aceleré el paso y volteé completamente cuando llegué
a la entrada. No había nadie. Mi mente me estaba jugando bromas. Me preparé un
vaso de leche tibia y lo bebí de un sorbo.
Pensé en
dejar todas las luces posibles encendidas, pero sentí que era algo tonto.
Camino a la habitación me detuve sin pensar frente a la puerta del estudio.
¿Alguna vez han sentido que detrás de una puerta o en una habitación hay
alguien, aunque no puedan verlo? Como una presencia. Es una sensación difícil
de describir. Y, sin embargo, eso sentía. Sentía que había alguien al otro lado
de la puerta, en el estudio del profe. Me sorprendí al ver mi mano sobre el
picaporte. ¿Qué rayos estaba pensando? Retiré la mano como si hubiese recibido
una descarga eléctrica y me dirigí a la habitación. Esa noche ya no pude
conciliar el sueño.
A la mañana
siguiente llegó Omar tan diligente y puntual como de costumbre. No quería
comentarle sobre la pesadilla que tuve, pues no quería que pensara que soy un
cobarde o un supersticioso. Todo salió a la luz cuando me dijo:
—Te ves fatal, ¿Has dormido bien?
Y le conté
toda la historia, omití detalles para parecer más valiente, por supuesto. Él me
escuchó con interés y con una mano frotándose la barbilla.
—Te entiendo, el domingo que
estuve aquí, también sentí que alguien me observaba, pero solo es eso, sensaciones.
Realmente no hay nadie aquí. Tampoco ayuda la culpa, ¿sabes? —Puso sus manos
sobre su cabeza y se estiró antes de agregar—: Los últimos días, él y yo ya no
parecíamos amigos. Discutíamos mucho y no le ayudó a su enfermedad. Por suerte,
en sus últimos momentos él me perdonó y lo agradezco. —Lanzó un suspiro—. En
fin, a chambear. Tú puedes irte a tu casa, descansa por hoy.
Apenas
llegué a mi cama me desplomé y me dormí. Soñaba que tenía una partida de
ajedrez con un amigo y nos inventábamos las reglas. Cosas absurdas que hace uno
cuando se divierte. Estaba perdiendo con las mismas reglas que yo inventé
cuando alguien tocó mi hombro.
—Uno aprende más de las
derrotas, ¿sabes? —Era el Profesor. Su barba entrecana, sus lentes de piloto,
su cabello siempre peinado hacia atrás y su sonrisa afable. Tal como lo
recordaba. Me reconfortó verlo a mi lado. Fue al otro lado de la mesa y se
sentó cuando mi amigo le cedió el lugar.
—Debe uno descansar, muchacho. Se acomodó en el asiento y reacomodó las piezas para volver a jugar...
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