De nuevo me encontraba
en el lugar de siempre en el jardín esperando a mi amigo. Había estrenado un
celular que le compré a un tipo en un grupo de ventas. Estaba casi como nuevo,
pero sin el cargador.
Quince minutos tarde.
Lo habitual en él. Voy por un esquite mientras lo espero.
Me preocupo porque ya
van cerca de treinta minutos. ¿Qué ha pasado? Acordamos desde la semana pasada
que nos veríamos hoy. Para este tipo de cosas no necesitábamos confirmación
adicional. Mismo lugar, misma hora.
Ya casi ha pasado una
hora. Le escribo y los mensajes no le llegan. Le intento marcar y me manda
directo a buzón. Justo cuando voy por mi cuarto intento de llamada, aparece un
amigo nuestro. Me saluda un poco afligido y le pregunto por Pepe.
—¿No lo sabes? —me pregunta con un deje de tristeza en
su voz—. Lo mataron la semana pasada. Intentó resistirse al asalto y lo picaron
con una navaja oxidada. Le quitaron todo y dejaron el cuerpo cerca de su casa —dice
al final con un hilo de voz.
Me quedo pasmado con la noticia. Fue la semana pasada. Hace dos días
compré este celular de dudosa procedencia. ¿Soy o no cómplice de un asesinato?
Mi padre seguramente diría que sí. Viví con un celular ensangrentado y no sé si
fue de mi amigo Pepe. Rompo el celular apenas llego a mi casa. La culpa está
latente en mí y me embarga la tristeza.
Esta historia la escribí como crítica a una situación local hace tiempo. No la publiqué antes por una cuestión de sensibilidad. Espero les guste.
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