Se dice que las deidades no deben interferir con los humanos, pero en la búsqueda de respuestas y propósitos, a veces no pueden evitarlo. ...

 

Se dice que las deidades no deben interferir con los humanos, pero en la búsqueda de respuestas y propósitos, a veces no pueden evitarlo.

Una muchacha estaba al borde de un peñasco, desde donde se veían las nubes abajo. Ella podía ver mucho más lejos. Su mirada se centraba en un chico que montaba en un dragón. Llevaba muchas armas consigo y una armadura demasiado ligera.

            Ella suspiró y dejó caer los hombros cuando una voz se oyó a sus espaldas.

            —Veo que no lo pierdes de vista. Qué humana te has vuelto, Quali.

            —No estoy de humor, hermanito.

            Un muchacho con un aspecto juvenil caminó hacia ella con un andar muy despreocupado.

El diosecillo se situó junto a ella. Su cabellera blanca y desarreglada le tapaba la frente. Iba vestido con una camisa clara y unos pantalones holgados. Iba descalzo y no hacía ruido alguno cuando pisaba.

            —Las cosas allá abajo se están moviendo, ¿verdad?

            —Y todo por mi culpa.

            —Hermana, seguramente padre lo desaprobaría, pero yo te entiendo. Tuviste que intervenir, aunque no debamos. Solo que ahora, va a haber un choque y no podrás evitarlo.

            —¿Y qué podía hacer? Con todo lo que sabemos. Tenía que hacer algo. Un niño que perdió a su padre por salvarlo a él, el dolor de perder a su madre por cosas que el pequeño no fue responsable. Era demasiado, le ayudé un poco para que su vida no acabara en esa tragedia y…

            —Y, por otro lado, una persona que ha vivido una eternidad de dolor. No ha tenido el consuelo de perecer e irse a la otra vida. No, no es fácil, hermana. Tenías que ayudar. Te entiendo. Sobre todo, porque cumple el mandato de madre.

La diosa no pudo contener más las lágrimas y apartó la vista. Le dio la espalda al peñasco y miró al cielo esperando una respuesta que no vendría.

            —Tal vez no debí actuar en primer lugar. Creo que el pequeño debió morir en ese momento.  Se hubiera acabado su linaje. Yo…

            —¿Lo dices en serio? Él ha hecho más bien que la persona promedio. —Señaló al horizonte—. Ha evitado tantas desgracias que no lo creería si no lo observara. Ha llevado justicia a donde ninguna autoridad podría haber intervenido. Te dignifica tan bien que parece que sabe que tú le ayudaste.

Su hermana no respondió. Suspiró y se acercó a ella con cautela.

»De todos los que quedamos, tú eres la que mejor entendía a nuestra madre Aionia. Estoy seguro de que ella te apoyaría.

            La chica volteó un momento y su mirada se dirigió al sur del continente.

            —Temo que las cosas se pongan muy violentas.

            —Oh, hermanita, esto será muy interesante de ver. Y lo que sea que decidas, o a quién apoyes, yo te respaldaré.

            La diosa no respondió. Su hermano iba a decir algo más, pero de pronto el borde de sus iris empezó a fulgurar de un blanco muy intenso.

            »Quali, no te quiero presionar, pero si quieres evitar una tragedia mayor de nuestros hermanos, los humanos, debes ir ya a los Reinos Gemelos.

            Los ojos de la chica voltearon a ver al norte del continente, se llevó las manos a la boca y tras unos segundos se aventó al vacío. Un dragón que surcaba los cielos la recogió al vuelo. La diosa materializó una espada y le indicó al dragón a donde dirigirse.

            El diosecillo se quedó a la orilla del peñasco. Esperaba que su hermana encontrara una respuesta, así como también la persona que decidiera bendecir.

            

  Estaba muy orgulloso de mi trabajo. El profe Edgardo me había hecho varias correcciones durante el año y ahora mi texto estaba listo. Era ...

 

Estaba muy orgulloso de mi trabajo. El profe Edgardo me había hecho varias correcciones durante el año y ahora mi texto estaba listo. Era una belleza, aunque lo tenga que decir yo mismo.

                Mi obra contaba con giros de tuerca, personajes elocuentes, ningún deus ex machina. Cada detalle que mencionaba era un ejemplo perfecto del arma de Chéjov. Contaba con introspecciones que te llegaban a tu núcleo y sacudían tu consciencia. En clase nos habían explicado la importancia de todo esto. Le había añadido sustancia, alma, pasión. No necesitaba cumplir con ridículas agendas como Carlos Cuauhtémoc Sánchez, ¡No, señor! Mi obra era emotiva y épica de título a punto final.

Tomé aire para seguir leyendo el capítulo final ante todo el alumnado. El profe Edgardo se acomodó sus mancuernillas y se sacudió una pelusa de la manga izquierda de su traje impecable. Llevaba sus zapatos italianos bien lustrados y estaba sentado al borde del escritorio. Ese día noté que se había peinado a la perfección sin usar una sola gota de gel.

A mi libro le había quitado seis capítulos innecesarios, que no conducían a un carajo. Los diálogos eran peleas sin cuartel, el final inesperado fue una idea de mi mejor amigo Luis. Le añadí letra capital al inicio de cada texto y, aunque el profe decía que no puliéramos tanto el escrito, pues la editorial lo haría de todas formas en caso de ser publicado, le añadí el carácter especial ligadura para que los puntos y comas no se saltaran de línea después de la raya.

                —¡Eres un capo, Mark! —me susurró Luis cuando vio cómo la sonrisa del profe se abría. Yo creo que ya aprobaste.

                No, yo estaba seguro de que pasaría con honores. El maestro nos había insistido en que estudiáramos sobre los signos de puntuación y reforzar nuestra lectura con obras maestras de literatura. “Nunca defiendan a estultos políticos en una columna de cuarta. Quiero que escriban textos de verdad”, algo así nos decía. Palabras más, palabras menos.

                Estaba en el párrafo final y lo leí con solemnidad, pues encajaba con el primero de la obra. Supongo que el profesor lo notó, porque fue a leer el principio de mi novela que estaba sobre su maletín y sonrió al tiempo que asentía con la cabeza. No solo eso, había hecho que el capítulo cero y el epílogo hicieran comunión. Mi obra era tan buena que seguramente Octavio Paz me hubiera prohibido publicarla. Incluso Gabriel García Márquez se la hubiera rob… Es decir, le habría hecho un homenaje. Suspiré al leer la última línea y dejé caer las hojas sobre mi pupitre como si hubiese hecho un drop the mic de un músico consagrado. Levanté la vista y el profe aplaudió mientras hablaba.

                —¡Chingón, cabrón! Chin-gón. De pinche diez tu trabajo pitero del principio. ¡Nambre, Marcos! Y yo que pensé que te iba a regresar a putazos a kínder para que te enseñaras a leer. Ahora sí me mostrastes que eres la última coca del desierto, eres la gran cagada, la que tapa el baño.

                Sonreí, era lo que esperaba.

                »Otss, a ver si esta pinche bola de pendejos te aprende algo en vez de estar tragando moscas. Sale pues, banda. Ahí nos vemos en el examen final. El trabajo del Marquitos me puso de buenas y ya no van a tener que mostrarme más. Tampoco ando de ánimos para leerme sus mierdas. Nos vemos el viernes, culeros. ¡Se lo lavan! Excepto tú, mi chipocludo. Tú ya ni vengas. Ya tienes tu cien y mi respeto.

                Nuestro ilustre maestro salió del aula y nos hizo la seña de amor y paz.



¡OTRO CUENTO QUE LES DEJO! Un pequeño y tétrico hombre de nieve se deslizaba temeroso por una banqueta. Venía huyendo de su cazador y no enc...

¡OTRO CUENTO QUE LES DEJO!

Un pequeño y tétrico hombre de nieve se deslizaba temeroso por una banqueta. Venía huyendo de su cazador y no encontraba como despistarlo. Un bastón de caramelo le rozó la cabeza y se desvió a un callejón para salir a una calle de los suburbios.

                Miró por la ventana de una casa y trató de hacerse escarcha para entrar por el borde del marco, pero le cortaron la inspiración cuando una shuriken de juguete le cortó su fea bufanda. El muñeco se frotó la nariz para pedir ayuda y corrió al frente de la casa.

                —¿A dónde crees que vas, espantajo? —gritó la chica que lo perseguía.

                El pequeño monstruo de nieve forzó la puerta y entró a una salita. En ella había dos sofás grandes, uno reclinable y un fuego de hogar a un costado. Además de una mesita de centro y un televisor enorme. En el lugar había tres niños jugando (dos muchachos y una niña). La más pequeña de ellas gritó a voz en cuello:

                —¡Son adefesios mágicos! ¡Vayamos por la abuela!

                Corrieron escaleras arriba y se perdieron de vista. El muñeco de nieve intentó ocultarse en algún lugar, pero la chica entró rápida como un guepardo y le aventó una tonfa que le atravesó el pecho. Al tiempo que se disolvía, el muñeco de nieve giró su cabeza 180°, tocó de nuevo su nariz y amenazó a su depredadora.

                —Vienen más, hija de los Claus. No podrás con tantos, aún eres una novata.

                Vanessa se ajustó el gorro de elfina de color negro y le espetó:

                —Puedo con toda la basura que me traigas.

                Apenas terminó de replicar cuando la puerta se abrió de par en par y la ventisca formó a una docena de monstruos de escarcha. Todos gruñeron al tiempo que se abalanzaron sobre la chica. Ella saltó sobre uno de los sofás y le dio una patada doble a uno de sus rivales. Dos más fueron vencidos cuando ella descendió con un split y los golpeó con sus tonfas.

                —¡No duden, mis muchachos! —gritó uno de ellos justo cuando la chica le aventó rompope caliente de su cantimplora y lo disolvió.

La lucha siguió por toda la sala y ella saltó a la escalera cuando uno de ellos intentó subir. Lo envolvió con papel de regalo y lo aventó al fuego de la salita. Por suerte, el papel era biodegradable y no soltó humo tóxico. Vanessa se sacudió las manos y se iba a guardar las tonfas en sus costalitos sin fondo cuando una señora de etnia hindú apareció en el rellano. Blandía una lanza con motivos navideños muy parecidos a los que tenían sus armas.

La tomó totalmente desprevenida, no tuvo tiempo de reaccionar cuando el arma se dirigió a su cabeza y le pasó por un lado. Un estallido de escarcha a sus espaldas la sorprendió y se dio la vuelta para ver cómo (ahora sí) el último muñeco de nieve se disolvía. Este levantó el dedo en medio antes de desaparecer.

La chica volteó a ver a su salvadora. Tenía un aspecto imponente, pese a estar en pijama con motivos navideños. La miró de arriba bajo y se detuvo en su rostro ahora amable.

—Yo te conozco… —dijo mientras enfocaba el rostro de su salvadora.

—Traje de elfina negro, incluido el gorro. Mexicana, ruda y chaparrita—. Soltó su arma y se llevó las manos a la boca asombrada—. ¡Oh, por todos los renos! Eres la pequeña de los Claus.

—¡¡Leya!! —gritó la chica y abrió los ojos de par en par.

La mencionada corrió a apapacharla y luego se apartó un poco mientras le sujetaba los hombros a Vanessa.

—Tu papá me manda fotos, pero no te hacen justicia. ¡Eres una monada, hija mía!

—No puedo creerlo —contestó Vanessa mientras una lágrima corría por su mejilla—. Eres la antecesora de mi padre. ¡Por Dios, qué bonita eres!

—Gracias. Pero, antes que nada, dime, ¿te encuentras bien?

—De maravilla. Sobre todo, después de que me salvaras.

—¡Bah! Eso no fue nada. Mis sobrinos me advirtieron del peligro y bajé tan pronto como pude. Tú ya habías solucionado casi todo. Dime, ¿quieres un chocolate caliente?

La antigua Claus invitó a Vanessa a la cocina y antes de empezar a hablar de su vida diaria llegaron los sobrinos. Ella, de hecho, era la tía abuela de estos. Después de presentarse, pasaron el rato hasta que los peque empezaron a cabecear.

 

Ya cuando los mandaron a dormir. Ellas se quedaron un rato a la barra degustando bebidas.

—Dime, haces esto todo el tiempo —quiso saber Leya.

—Siempre ayudo a papá. Estos rufianes que perseguí intentaron secuestrar familias en la parte de atrás de la plaza comercial. Como la chamba ha crecido, yo me encargo de las cosas que él no tiene tiempo de solucionar.

Leya la miró con ojo crítico, pero no dijo nada.

Vanessa empezó a contar anécdotas de todas sus aventuras y ya entrada la madrugada se disculpó para retirarse.

—Muchacha, antes de que te vayas —dijo Leya en el pórtico—, quiero aconsejarte que no se te olvide vivir tu vida. También es importante.

—No se preocupe. Antes de ser la sucesora de papá me preocuparé por eso.

—No te tardes mucho. Si me aceptas otro consejo, sugiero que también uses más tus puños y que uses los costalitos como método de defensa. Puedes devolver hechizos con ellos. Te servirá para tus peleas. Espero verte de nuevo.

Vanessa agradeció el detalle, prometió volver y se despidió a la carrera antes de subirse al trineo.

»Ay, muchacha —dijo Leya para sí—. Es muy evidente que tu papá no te dejará ser Santa Claus, porque ya dedicas mucho de tu tiempo. Espero que aprendas que la vida es más que solo deber.

Se ciño la pijama y se adentró a su hogar con una sonrisa en su rostro.



 Continúo con la saga de Relatos en Prosa con este cuento que espero les guste. Estaban por empezar los festejos decembrinos y Darien estaba...

 Continúo con la saga de Relatos en Prosa con este cuento que espero les guste.

Estaban por empezar los festejos decembrinos y Darien estaba preocupado por su ahora mejor amiga. Miró su reloj por segunda vez y ya era tarde. Se supone que ella no tardaría en arreglar lo de la beneficencia. Suspiró preocupado e intentó relajar sus anchos hombros cuando la puerta de la bodega se abrió.

            —Vaya, ¿me sigues esperando? Qué amable de tu parte, Darien —dijo Beca Russo—. Tranquilo, amigote, no me va a pasar nada.

            Ella iba vestida con un traje de Santa Claus de color verde y un gorro de color negro.

            —¿Cómo no me voy a preocupar? ¡El Coco anda afuera!

            —Y está humillado y roto. El pobre fue abatido por la mano derecha del anterior Santa. Apenas si se puede transformar.

            Darien negó con la cabeza y volteó a ver el trineo que seguía apagado.

            —¿Quieres irte ya? Tenemos que ir a checar la lista de niños buenos.

            —Pero solo nos falta Canadá. Será sencillo y rápido.

            Darien sonrió y le ayudó a subir a Beca para después encender el trineo motorizado.

            —Tu gorro me trae bonitos recuerdos, ¿sabes?

            —Lo sé. Lo uso en honor a Vanessa. Ella es mi heroína y quiero igualarla.

            La chica arregló su cabello castaño y se ajustó sus anteojos redondos.

            —Sabes que te puedes arreglar la vista con la magia de Claus, ¿verdad?

            —La Navidad no es perfecta, Darien. También los humanos somos imperfectos y eso es lo más bello para mí.

            Salieron del lugar en su trineo volador para enfrentarse al frío invernal.

 

Llevaban una media hora de trayecto cuando sintieron un golpe por debajo del vehículo. Darien presionó un botón de su pulsera y un traje verde parecido al de Beca lo cubrió por completo. Alistó su lanza con punta de cristal de hielo cuando vio aparecer a una chica de cabello platinado, con atuendo formal y cara monstruosa.

            —¿Quién eres tú, adefesio? —gritó Beca que inclinó el timón para descender a un bosquecillo.

            La criatura siseó como única respuesta y salió volando debido al cambio de trayectoria.

            —¿Descendemos? ¿Y si es una trampa? —preguntó Darien.

            —Estoy segura de que es una trampa, pero quiero enfrentarlo.

            El muchacho asintió. Sabía de quién se trataba y sujetó su lanza a una mano listo para atacar.

            —¿Vas a sacar tus armas? —quiso saber el muchacho a escasos metros del suelo.

            —Estoy segura de que contigo basta.

            El trineo se detuvo de la nada en posición vertical. El par de navideños bajó como si nada y sin previo aviso, Darien arrojó su lanza a la penumbra.

            Se escuchó un alarido de dolor y un hombre blanco con un abrigo felpudo salió con la lanza clavada en la pierna.

            —¡¿Qué rayos te pasa?! ¿No saludas ni nada? —gritó enojado el tipejo con cara de nefasto.

            De nuevo soy yo, su confiable narrador navideño.

            —Un gusto conocerte, Coco. ¿Es diminutivo de Socorro?

            —No empieces, muchachito —siseó el monstruo—. Se creen mucho por ser los sucesores de Santa.

El Coco creció al menos tres metros y estaba por lanzar un rugido cuando Darien lo alcanzó con el costado de su lanza y lo estrelló contra la pared.

—Vaya, tenías razón, Beca. Del Coco solo queda esta piltrafa. Soren sí que le hizo mucho daño cuando lo enfrentó.

—Tú eres el músculo y la estrategia, Darien. Te dije que no hacía falta que yo participara.

El Coco se carcajeó a duras penas y se levantó de entre la nube de polvo.

—¿Crees que con esos músculos y esa arma me podrás hacer algo? —dijo al tiempo que escupía un poco de sangre—. Te hacen falta muchos años para igualarte a…

Darien aproximó su lanza a la entrepierna del Coco y lo alzó dibujando un arco por encima de él para estrellarlo contra el suelo.

—Ay, Darien, no sé por qué tenía que fanfarronear —dijo sincera la chica.

El muchacho no perdió el tiempo y cuando el Coco se quiso levantar, lo clavó a la tierra del bosque con varios golpes de su lanza. El monstruo intentó murmurar algo, pero se quedó quieto mientras los muchachos subían de nuevo al trineo.

            Cuando vio que se alejaban, el monstruo alzó su mano y salieron del suelo en tropel una manada de sus timoribi, sus aliados que representan el miedo. Alcanzaron el carruaje a máxima velocidad y le pegaron por debajo. Uno de los esquís se soltó y el vehículo se sacudió con violencia.

            —¡Siempre son los esquís! —se quejó Darien y volteó por encima de su hombro—-. ¡No inventes, son demasiados!

            —Yo reparo el trineo. Si algo pasa, sigue al Polo Norte y allá nos vemos.

            Darien asintió, tomó el timón y la chica se colgó del de un costado del trineo para repararlo.

            Le tomó solo un instante pegar el esquí y cuando estaba por reincorporarse, un timoribus se sujetó de su brazo y la tiró a la nada.

            Darien volteó a verla, pero la chica solo asintió para recordarle su promesa y se precipitó al suelo. Los timoribi volaron hacia ella y detuvo su caída al desenvainar uno de sus sables de su vestimenta y clavarlo en el suelo. Se mantuvo erguida, de cabeza, a una sola mano hasta que los escuchó caer. Giró sobre sí misma como un trompo letal y se despachó a varios con un segundo sable que se había materializado en su otra mano. Se postró en el piso y sacó su arma del suelo. Se puso en guardia cuando el Coco se apareció frente a ella.

            —¿No le temes al Coco, novata?

            Beca se desvaneció y apareció frente a uno de los timoribus del monstruo y lo cortó por la mitad haciéndolo polvo.

            —Seré una novata, pero he aprendido mucho de las notas que me dejó la hija de James Fixer.

            Se precipitó contra el Coco y él alcanzó a ver un aura verde de pura magia alrededor de la chica y un fulgor naranja en sus ojos justo cuando desenvainó sus sables gemelos.

 

            Darien intentó comunicarse con ella una vez que llegó al Taller y estacionó con pericia el trineo. Soren se acercó con premura y lo miró preocupado.

            —¡Hola! ¿Me escuchas, Beca? Dime que estás bien —gritaba Darien a su comunicador.

            Del dispositivo no se escuchó nada. Ni siquiera estática. Darien estaba por subirse al trineo cuando escuchó una voz femenina a su espalda.

            —Tranquilo, amigo. Estoy más que bien.

            Beca estaba detrás de él. Se zafó de una sombra que estaba a sus pies y se le veía manchada de barro, pero sonriente.

            Darien y Soren la miraron con asombro. ¡Había salido de las penumbras!

            —Es un truco que aprendí del manual de Santa y sus aliados. A Jack-o'-Lantern le funciona muy bien.



  Todos los inviernos cuidaba a mi abuelita cuando mi tata no estaba. Era una señora ya muy grande que siempre llevaba bastón y tenía un per...

 Todos los inviernos cuidaba a mi abuelita cuando mi tata no estaba. Era una señora ya muy grande que siempre llevaba bastón y tenía un perpetuo olor a galletas de nata.

            —¡Erik! —me llamó desde la cocina—. No se te olvide que me vas a acompañar a hacer las compras navideñas.

            Apenas si la oí, pues la radio estaba muy alta. Hablaban sobre una noticia de una lluvia de estrellas ese día.

            —Sí, nana. ¿Me vas a comprar un juguete?

            —No, hijo. Ese te lo va a traer Ded Moroz. Fuiste bueno, ¿verdad?

            —Siempre —le dije desde la puerta del recibidor ya listo para salir a la ligera nevada.

            Salimos a las tiendas del vecindario a comprar de todo, desde cosas de la cena familiar hasta algunos regalos que faltaban para mi familia. Todos en el camino saludaban a mi abue. Según me contó mi abuelito, ella había sido una heroína que hacía todo tipo de proezas en el pueblo, fuerte como un abedul y veloz como un lince. Sin embargo, de esa mujer que me decía, solo quedaba un ancianita amable y delicada.

            Estábamos por entrar a la carnicería cuando me dijo en voz baja:

            —Voy al final de la calle a comprar unos regalos. ¿Puedes pasar a la tienda a comprar lo que nos falta?

            —Claro, abuelita.

            Sabía que me encargó eso porque no quería que viera qué me iba a comprar o a mi abuelito. Apenas entré, noté que el carnicero y uno de los clientes miraron a mi abue. Me formé en la fila que ya había ahí.

            —Mira nada más, la pobre Irina apenas si puede caminar —le mencionó el locatario a su cliente.

            —Pobrecilla, con este frío y sale a los mandados. Mejor debería enviar a alguien.

            —No sé, uno de viejo se quiere sentir útil. Además, ella de joven era bastante ruda, decía mi padre.

            El carnicero empezó a empacar los montones de cortes del otro señor en varias bolsas. Después de unos instantes, este habló con crueldad:

            —¿Cuánto crees que le quede al pobre vejestorio?

            Iba a contestarles algo impropio cuando una alarma sonó en la ciudad y el sonido de varios vidrios rompiéndose inundaron el lugar.

            —¿Qué fue eso? —se alarmó el vendedor.

Vi por la ventana que daba al sol que caían unas piedras incendiadas sobre la ciudad. Ninguna era muy grande, pero estaban causando destrozos. Salí a la calle y observé que las personas intentaban ocultarse de los meteoritos que llovían. Las alarmas de los carros empezaron a sonar, pues esas rocas rompían la barrera del sonido. Corrí como pude entre tanto desastre para buscar a mi abuelita.

Uno de los aerolitos en particular pasó muy cerca de un edificio a mi derecha y todas las ventanas reventaron. El estallido me dejó aturdido mientras veía que algunos valientes salían a ayudar a las personas que no pudieron encontrar refugio. La escena parecía un bombardeo de película. Cuando divisé el final de la calle, donde dijo mi nana que iba a ir, vi al viejo Yegor, nuestro vecino. Estaba demasiado confundido para reaccionar. Me dirigí hacia él a toda carrera para ponerlo a salvo.

Estaba a escasos cincuenta pasos cuando una roca de al menos dos metros pasó sobre mi cabeza, me derribó al piso por la onda expansiva y cuando levanté la vista observé que el pobre anciano estaba en la trayectoria de ese meteoro. Se quedó inmóvil a mitad de la calle expectante a su inminente fin.

Fue cuando la vi casi en cámara lenta. Mi abuela caminaba sin ayuda del bastón en dirección del anciano. Se plantó frente a la roca y levantó su bastón para interceptarlo. Yo iba a gritar presa del pánico.

Y por un instante vi a mi abuela como había sido de joven, pelirroja, orgullosa y muy fuerte. Detuvo el meteoro como si nada, este se empezó a fracturar frente a ella y cayó hecho polvo y añicos. No hubo onda expansiva ni nada por el estilo. Cuando la nube se disipó, ahí estaba mi nana, forcejeando para levantar al viejo Yegor. Tenía el aspecto de la anciana afable de siempre.

Les dejo el final en la antología. ¡Buenas noches y felices fiestas!



 El mundo donde vive Aléthia, según ella misma. Tres puntos importantes: El maná es para servir La magia se rige por una trinidad Deler y lo...

 El mundo donde vive Aléthia, según ella misma.


Tres puntos importantes:
El maná es para servir
La magia se rige por una trinidad
Deler y los piratas contra la Quinta Alianza

¡Gracias por su atención!




  Mi padrino ya tenía un diagnóstico fatalista. —Dos días, máximo —me dijo el geriatra. Estaba sentado en esas bancas mullidas que tiene...

 

Mi padrino ya tenía un diagnóstico fatalista.

—Dos días, máximo —me dijo el geriatra.

Estaba sentado en esas bancas mullidas que tienen en los hospitales caros. Se sentía el ambiente tranquilo de las clínicas cuando no hay urgencias. Sin embargo, a mí me pesaba el cuerpo y tenía un dolor latente de cabeza cuando la vi aparecer. Era la Muerte. Venía en su aspecto simplón de estrella de Hollywood con traje negro. Como una parodia desabrida de Brad Pitt. Ya la había visto antes y a veces pasaba a charlar conmigo.

—No estoy de humor, Morti. No me jodas —le espeté.

—Solo a ti te dejo que me llames así, Luis. Ni que fuera un personaje de una película de Adam Sandler.

Se sentó junto a mí y sacó un cigarro de chocolate. Me ofreció uno mientras sonreía.

—Ya es su hora, ¿verdad?

—¿Habrá alguna diferencia si te lo digo? —Hizo como si fumara su cigarro de mentira.

—No. No la habrá. A estas alturas... ¿Por qué a él, Morti? Es buena gente.

—Yo no elijo a la persona, Luis. Solo me los llevo cuando la vida se apaga.

—Eres cruel. Hay muchos culeros en el mundo, carajo. ¿Por qué no te los llevas a ellos en lugar de a las buenas personas?

—¿Se los merecen? Dime. ¡Contéstame honestamente! ¿Se creen dignos de tener buena gente? Ustedes provocan muerte. Hacen guerras muy pendejas. A ver, ¿por qué los dirigentes no se agarran a chingadazos entre ellos, eh? Mandan soldados sin voluntad propia a morir por su avaricia. Culpan y “devoran” a las víctimas en lugar de los victimarios. Provocan el mal solo por placer. No, Luis, la muerte no es cruel, la vida sí. ¡Ustedes la hacen así!

Quería responderle algo, pero me dejó callado. Tenía razón después de todo. Vi cómo algunas enfermeras llevaban ropa de cama limpia y medicinas al cuarto de mi padrino. Miré con tristeza que una de ellas negaba con la cabeza antes de entrar. Me puse de pie, pues no podía con mi alma.

»A él sí me duele llevármelo, Luis —dijo mientras me miraba con tristeza—. Si yo fuera el juez, lo hubiera dejado vivir con su esposa otros diez años más, tal vez quince. Pero la existencia no es así y lo sabes. “Ejemplar” es poco para describir a tu pariente.

Me tragué un sollozo y los ojos se me inundaron en lágrimas. Le iba a pedir un chocolate cuando volteó hacia la habitación de mi padrino.

»Ya es momento. ¿Quieres estar con él antes de que su corazón falle? —preguntó con amabilidad.

Asentí como única respuesta y lo vi cambiarse ante mis ojos. Tenía el mismo aspecto que el geriatra que lo atendía. Entramos a la habitación y mi tío nos miró con pereza y luego fijó sus ojos en él. No mencionó nada sobre la Parca y me dijo con su voz pastosa que rezáramos juntos. Cuando terminamos se dirigió a mí.

—Gracias, mijo, te quiero mucho.

Volteó a ver a su falso doctor y una sonrisa se dibujó en su rostro cansado.

»Ya es hora, ya me puedo ir.

Morti simplemente le acarició el hombro y mi padrino cerró los ojos para siempre. Lo recostó con cuidado y me volteó a ver al tiempo que una lágrima surcaba su rostro.